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¡Bienvenidos! Este no es un blog de repostería creativa al uso. Aquí tenéis una mezcla de dos aficiones: los postres y escribir lo primero que se me viene a la cabeza. Echadle un poquito de azúcar y humor a vuestras vidas, seguro que os sentiréis mejor. ¡Gracias por leerme!

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Un abrazo... Dulcemente

jueves, 19 de diciembre de 2013

LIMPIA, FIJA Y DA ESPLENDOR

           Queridos amigos en la virtualidad.  Supongo que todos esperáis una loa a la Navidad y sus variados y coloridos anexos, pero no.  Aquí os cuelgo un post que tengo escrito desde, al menos, octubre. Y tengo que colgarlo antes de que termine el año, porque si no, no tiene gracia. 

            Sirva este post para homenajear como se merece, a la Real Academia Española de la Lengua. En este año 2013 ha cumplido 300 añitos de existencia. ¡¡Felicidades y que cumplas muchos más!! 

¡Una tarta de cumpleaños para celebrarlo!
            ¡Qué bello es nuestro idioma!... Basto tapiz lingüístico que nos permite entender y ser entendidos… ¡Qué caprichosa mezcolanza de vocablos de antiguas lenguas lo tejen!... ¡Qué sonoros fonemas lo bordan!... ¡Qué infinitas normas gramaticales lo enmarañan!...

            Sí, amigos, sí. Mis reflexiones de hoy son para este nuestro idioma castellano o español (que tanto me da, puesto que, hasta la fecha, son exactamente iguales). He estado investigando el origen de nuestra lengua y serios razonamientos me han llevado a las conclusiones que, a continuación, expongo. Si son ciertas o equivocadas, eso no lo sé. Me temo que no disponemos de los recursos suficientes para afirmar o negar con rotundidad si mi historia es vera o falaz. Me temo que las personas que estuvieron presentes cuando estos hechos acaecieron, llevan bastante tiempo criando malvas. Y sin demorarme más, empieza la narración de cómo nació y creció el idioma de Cervantes.



El inicio fue como el de todos los chistes malos. Salvo que, en este caso, en vez de “un inglés, un francés y un español” se juntaron un romano, un griego y un árabe. Y dijeron: “¡no hay huevos de inventarse un idioma nuevo!”  Y ya sabemos todos lo que pasa cuando alguien empieza una frase con “no hay huevos…” Total, que se fueron a un bar (porque serían un romano, un griego y un árabe, pero eran españoles), se pidieron tres cañitas y unas aceitunas, cogieron una servilleta de esas que ni secan, ni limpian ni “na” para ir dejando constancia escrita, y empezaron.

La cosa fue, al principio, así como muy seria y pomposa. Al fin y al cabo, inventarse un idioma nuevo es algo importante y bastante dificilillo. Lo  primero que tuvieron que hacer fue ponerse de acuerdo con el alfabeto que se usaría, a saber, arábigo, griego o romano. Y lo decidieron con el democrático método de sacar el palito más corto (bueno, no se sabe si con lo del palito o viendo quién escupía más lejos). Fuera como fuese, ganó el romano. Pero por poquito. Por eso, el romano tuvo que ceder y dejar que el tema de la nomenclatura geométrica y matemática corriera a cargo de las letras griegas y los números fueran arábigos (y menos mal porque no hay nadie en el mundo que sepa cuánto es el número MMMDCXLI* así, en frío).



            Y una vez decidido el alfabeto a usar, se pusieron manos a la obra. Y les pasó lo mismo que a mí cuando me toca cambiar la ropa de los armarios: que no sé por dónde empezar. Y como no sabían por dónde empezar, pues decidieron inventarse una letra distinta para que el nuevo idioma se diferenciara de los demás. Evidentemente, se inventaron la “ñ” o “Ñ” en versión mayúscula. La letra de la peineta.

            Continuaron inventando palabras, tales como “mesa” “agua” “faralaes” “paella” o “barandilla”… A veces las aportaba el romano, otras el griego y otras el árabe. Pero, poco a poco, no se sabe si por exceso del soplar de las musas o del “soplar” de las cañas, la cosa se fue animando. Y no contentos con buscar una palabra para cada cosa, inventaban dos o tres. Al no encontrar manera de elegir sólo una, pues se quedaban con todas las opciones. Es por esto por lo que al cerdo se le llama puerco, gocho, marrano o guarro. Y la fiesta puede ser juerga, farra o cachondeo.


            Luego le llegó el turno a los verbos. Inventaron maneras de decirlos en presente, pretérito o futuro. Los colocaron todos muy ordenaditos. Era una tarea ardua y un pelín tediosa. “¡Esto aburre al mismísimo Platón!” dijo el griego bostezando. Y por eso empezaron a conjugar verbos irregulares, para salir de la monotonía. Por eso, el verbo “poder” es “yo puedo, tu puedes, el puede” cuando debería ser “yo podo, tu podes, el pode”. Claro que, como en el ser humano está inherente el hecho de ir liando la madeja cada vez más, fueron conjugando a lo loco. Está claro. Si no, ¿cómo explicas tú que palabras como “voy” “fuisteis” ”ve” o “yendo” son todas de la conjugación del verbo “ir”?


            En este punto, la cosa estaba un poco fuera de madre. A nuestros tres creadores del idioma español o castellano les pasaba lo que nos pasa a todos cuando nos juntamos unos cuantos a pensar bromitas para la despedida de soltera de una amiga. Primero se empieza pensando en qué disfrazarla, luego se pasa por tirarla al pilón y se termina enjarrillándola y tatuándole en el brazo “Brad Pitt, quiero un hijo tuyo” Y así las cosas, se pusieron con el tema de las “bes” y las “uves”; de las “ges” y las “jotas”; las “elles” y las “yes”. Que levante la mano el que no se haya acordado de las madres de nuestros tres protagonistas cuando era un tierno escolar.

-          A ver, los verbos que acaben en –bir, los ponemos con b – decía uno.
-          ¿Todos? – respondía otro - joé que rollo eres, tío.
-          Pues que cada uno elija el que más le guste, y ésos los ponemos con v, ¿qué os parece?
-          ¡Vale! Yo elijo “vivir”, que es la esencia misma de todo – dijo el griego haciendo alarde del inherente espíritu filosófico de los griegos.
-          Y yo “servir” – exclamó el romano, pues ya sabemos todos, por los cómics de Astérix, que a los romanos lo que más les gustaba era estar tumbaditos en sus divanes y ser servidos por sus esclavos.
-          Mmmm… pues yo “hervir”, que me gustan mucho las patatas hervidas – dijo el árabe no sé por qué, pero, ciertamente, están muy buenas (sobre todo si son gallegas).


Si el tema de la elección de “bes” y “uves” os ha parecido como algo hecho totalmente al azar, es porque aún no os habéis parado a pensar en el tema de las “haches”. Si tú te inventaras un idioma nuevo, y tienes que poner una letra que no suena ¿dónde la pondrías? Probablemente pensarás que en ningún sitio. Ese es el razonamiento más lógico y más práctico. Pues ya ves que no es así, y ahora mismo voy a explicar el por qué. ¿Os ha pasado alguna vez estar con los amigos, con el cachondeo subido, partidos de la risa con cualquier cosa, pero que, al día siguiente intentas contárselo a alguien y solo te hace gracia a ti? Es lo que técnicamente se llama “flatulencia mental”. Y en ese estado andaban ya el griego, el romano y el árabe cuando pensaron que sería el despiporre salpimentar el vocabulario con un montón de letras mudas. Claro que solo ellos le vieron la gracia... La elección del tema de la colocación de las “haches” no es una cuestión baladí. Siguieron un riguroso turno para elegir las palabras en las que colocarla. Así fue como “huevo” “hormiga” “habichuela” “herpes” o “halitosis” pasaron a tener una flamante “hache” como inicial. Pero en el colmo de la retranca, cogieron otras pocas palabras y les colocaron una “hache” en tol´medio. Y cogen y lo llaman “hache intercalada”, para enredar. Así tenemos “cacahuete” “vehemencia” “zahorí” “alcohol” “zanahoria” o una palabra de rabiosa actualidad “cohecho”.


Ya andaba el romano con el turbante del árabe atado a modo de “corbata en el baile de una boda” cuando le dijo al griego (que estaba con el cepillito del casco del romano haciendo de bigote).
-          ¡Tildes tío! ¡A esto le hacen falta unas buenas tildes!
-          ¡A mí me parece genial! – dijo el árabe.
-          ¡Adelante con los faroles! -  repuso el griego.
Y ahí les tienes a los tres. Que si ésta se acentúa porque acaba en –n. Que si esta otra no se acentúa porque también acaba en –n. Los monosílabos… pues a veces sí, a veces no. (Aún te quejas, ¿aun cuando lo dejan así de clarito?)  Sin olvidarse de la barrabasada mayor que son los hiatos y los diptongos (incluso triptongos). Y cuando ya andaban cansadillos de tanta tilde, deciden que las esdrújulas se acentúan todas. ¡Listo, calisto!

            Y como colofón final de la historia, fundaron una fábrica de bolígrafos de color rojo. Y los tíos se forraron vendiéndoles bolis rojos a los maestros de primaria.

            Y así fue, a grandes rasgos, como se creó este nuestro idioma español o castellano. Solo me resta decir que, visto la currada que se pegaron nuestros protagonistas en tan ardua tarea, es nuestro deber mimarla y cuidarla. Al fin y al cabo es nuestra manera de entender y ser entendidos, como dije al principio. Procuremos hablarla bien. Esforcémonos por escribirla correctamente. Es muy probable que no acabemos ocupando un asiento en la Real Academia, pero estaremos contribuyendo a que limpie, fije y dé esplendor.

Un abrazo… Dulcemente.

* es el 3.641, por si te ha dado perezuela pensarlo.

La tarta es un layer cake de bizcocho Devil´s food y frosting de queso
cubierta de ganache de chocolate blanco que,
traducido al castellano quiere decir tarta de capas de bizcocho de
comida del diablo y relleno de queso cubierta de ganache de
chocolate blanco. Una muy buena receta del devil´s food la tenéis aquí.

sábado, 19 de octubre de 2013

UNA HISTORIA DE MIEDO


            Queridos amigos en la virtualidad. Llega “jalogüin” otra vez. Y en esta ocasión quiero contaros una historia no apta para pusilánimes que os pondrá los pelos de punta. No voy a usar los nombres de mis amigos, a fin de preservar su identidad, pero, todos fuimos protagonistas, como Misanto y yo, de este laxante acontecido que os voy a relatar.

Galleta de mantequilla decorada con glasa real

            Se avecinaba una noche oscura como el sobaco de un grillo (y era una noche oscura porque una historia terrorífica como ésta no da miedote si sucede a pleno sol) Misanto y yo nos dirigíamos en nuestro coche a un hotelito rural para pasar un entretenido y bucólico fin de semana con mis amigas y sus respectivos santos. Iba conduciendo yo, con lo que ya deberíais tener una buena dosis de terror en vuestras venas. Espesas nubes empezaban a encapotar el cielo crepuscular.

Llegamos a nuestro destino. Tras los besos y saludos variados que nos repartimos, nos dirigimos a lo que creíamos iba a ser un coqueto hotelito. Pero no. Recortado a contraluz, sobre una pequeña loma, se erigía una casa de aspecto lóbrego e inquietante. Se alzaba, en el lado derecho, un sórdido torreón y, a la izquierda, un árbol retorcido y más seco que un bocata de tizas. Una verja negra, como de camposanto, rodeaba el perímetro del hotel.
- “Ññññiiiii” – exclamó amenazadoramente la verja al abrirla.
- “Ññññiiii” – se quejó la puerta de entrada al empujarla.
- “Uhhh” “Uhhh” – ululó un búho en la oscuridad.

Un poco acojonados, entramos en la casa. En la recepción, nos esperaba un hombre moreno y delgado con un inquietante parecido físico a Norman Bates (el de “Psicosis”). Qué queréis que os diga, a mí, al verle, ya me temblaban las canillas. Con voz profunda, grave, como de ultratumba, nos dijo: “si me permiten sus DNI para el registro, por favor…” ¡Ni el mismísimo Conde Drácula hablaría con semejante tono de voz, educación y parsimonia! Todos nos quedamos petrificados. A punto estuve de agarrar la maleta y volver por donde había venido cuando “Norman” repitió:
- ¡A ver!, los “deneisesp´hacer la ficha, ¡que no tengo todo el día!
Lo que es  la sugestión, ¡Santo Dios!

Mientras rellenaba los formularios, un silencio sepulcral nos rodeaba. Uno miraba al otro, el otro miraba a aquél, aquél se balanceaba, como el elefante en la tela de una araña, ora sobre un pie, ora sobre el otro. Por mi parte, miraba con detenimiento las telarañas que festoneaban la lámpara del techo de los tiempos de Luis XVI (las telarañas digo, no la lámpara). Cualquier cosa con tal de no mirar a “Norman”, que seguía concentrado garabateando los papeles. Entonces ocurrió. Un grito. Que digo grito. ¡EL grito!, “peazo” de grito, la madre de todos los gritos, desgarró el aire.
- ¡¡¡¡AAAAAHHHHH!!!! – salió de la garganta de uno de nosotros.
Ipso facto, se helaron los litros de sangre de todos en las venas de cada cual.
- ¿Lo qué te pasa, muchacho? – pregunto “Norman”.

Por toda respuesta, mi amigo extendió su mano, que con el temblor que tenía, señalaba, al mismo tiempo, la puerta de entrada, la escalera, una puertecita donde ponía “privado” y un pasillo. Finalmente, todos dimos con la causa de su agónico lamento. Por el angosto y oscuro pasillo vimos cómo se aproximaba a nosotros una siniestra figura, ancha, de cabeza grande. Caminaba torcida, despacio, como evocando a la muerte que, sin lugar a dudas, caería sobre nosotros más pronto que tarde.
- ¡¡¡¡AAAAHHHHH!!!! – gritamos todos a una, como en Fuenteovejuna.
- ¡¡¡Un zombi!!! – gritó otro.
- ¡¡¡No me muerdas con tus afilados dientes, por el amor de Dios!!!
- ¡¡¡Los que muerden son los dráculas, no los zombis, pánfilo!!!
- ¡¡¡Que no, que los zombis también muerden!!!¡¡¡que lo he visto en Walking dead!!!
- ¡¡¡Los hombres-lobo también muerden!!!
- Vale, todos muerden. ¡¡¡Pero, no me muerdas a mí!!!
- ¡¡¡El Tío Camuñas!!! ¡¡¡Es el Tío Camuñas!!!
- ¡¡¡QUEREIS CALLARSUS YA, PEAZO GAZNÁPIROS!!! – este era “Norman”.
Se hizo el silencio más sepulcral que yo he oído nunca.
- ¿No veis que es mi papa? – continuó diciendo.


Efectivamente, la terrorífica sombra era la de un abuelete cándido, cojo y, a todas luces, sordo como un gato de escayola, ya que siguió caminando, sin inmutarse por nuestros gritos, cojeando y apoyado en su andador. “Norman” nos miraba con pinta de tener ganas de embutirnos en una camisa de fuerza. Meneó la cabeza, nos devolvió los carnés y nos dijo:
- Darse una vueltecita por el pueblo, a ver si sus despejáis la mollera un poco. Pero… yo que vosotros, no m´arrimaba al río esta noche.
- ¡No me digas que hay un monstruo terrorífico en sus aguas! – dijo uno.
- ¡Ay mi madre! El fantasma de una muchacha ahogada en extrañas circunstancias vaga por allí ansiosa de llevarse con ella a los desventurados que osan pasear durante la noche por la orilla del río ¿verdad? – aventuró otro.
- Porque  hace un ris que corta el pis – dijo Norman con pinta de estar un poco harto de nosotros. – Luego sus cogéis un enfriamiento y no me quedan “fernandoles” pa darsus.


Un poco abochornados, agarramos nuestros equipajes y subimos por la estrecha y crujiente escalera sin decir ni . Ocupamos nuestras habitaciones, en número de dos, una de chicas y otra de chicos, por el tema de economizar. Estuvimos todos de acuerdo en que tomar un poco el aire fresco nos sentaría de perlas, y no digamos si, a la par tomamos también, una tortilla de patatas.

Salimos a la calle. Efectivamente, el grajo iba esa noche raspando sus partes pudendas por el suelo, como había predicho “Norman”, cosa por otra parte normal, ya que estábamos en noviembre. Nos dirigimos hacia la iglesia, orientados por su torre. No era por curiosidad por la arquitectura local ni por búsqueda de consuelo espiritual, cosa que, por otra parte, nos hubiera venido muy bien a todos, y, de paso, pedirle al cura que nos administrara el 5º sacramento por lo que pudiera pasar. Como digo, nos dirigimos hacia la iglesia para poder cenar algo en el bar que, invariablemente, hay enfrente. Una luz mortecina iluminaba el local lleno de parroquianos. Nos pedimos una tortilla de patatas y una ración de calamares a la romana.


Una vez hubimos dado buena cuenta de nuestra opípara cena, nos sumergimos en la idiosincrasia de las gentes acodadas en la barra o, lo que es lo mismo, cotillear.
- Paice que esta noche va a jarrear de lo lindo – dijo uno bajito.
- Si, eso parece – apostilló otro que llevaba una cachava.
- Sólo espero que no sea como la tormenta del 63 – intervino un abuelillo arrugado como una pasa.
- ¡Esa sí que fue buena! ¡La de muertos que salieron de sus tumbas! – replicó el de la cachava.
- Me paice que lo menos treinta -  dijo el bajito – ¡Y al Emilio lo encontraron p´allá,  en las tierras de la Engracia.
- ¡Lo que le tocó bregar al enterrador después pá volver a meter a los difuntos en sus hoyos! – atestiguó el abuelillo.
- ¿Y quién era el enterrador? ¿El Paco?
- ¡No, hombre! En esos entonces era el Mariano, el de la Chata


Los parroquianos siguieron con su cháchara, pero nosotros no podíamos prestar más atención que a los escalofríos que recorrían nuestras sendas columnas vertebrales, desde el occipucio hasta donde la espalda pierde su casto nombre y viceversa. ¡Resulta que en ese pueblo, en noches de tormenta, los muertos salían de sus sepulturas! Y no contentos con pasearse por las calles amedrentando, esquilmando y cometiendo sabe Dios cuántas fechorías, ¡se iban hasta las tierras de la Engracia (donde quiera que estuviesen)! Aún no estábamos repuestos de la impresión cuando un rayo, seguido de  un trueno portentoso, hizo que se nos salieran los corazones por la boca y los lleváramos arrebujados en el puño mientras salíamos a trompicones del bar y, en alborotada carrera, llegamos al hotel y nos guarecimos en una de nuestras habitaciones.
- Yo no sé vosotros, pero yo paso de encontrarme al Emilio redivivo, ni por las tierras  de la Engracia ni por ningún lado – dijo uno.
Todos suscribimos bastante al unísono y unánimemente. Cuando habíamos decidido suspender nuestro fin de semana entretenido y bucólico y tomar las de Villadiego un rayo nos cegó, un trueno nos dejó sordos, y el espanto nos volvió mudos. De repente…
- ¡Riiiing, riiiing!  - sonó el teléfono de la habitación.
- ¿Dígame? – contestó descolgando uno de nosotros.
- ¡Vais a morir todos! – pudimos escuchar muy bajito por el auricular.


Al momento, mi amigo colgó el teléfono como si quemara y su cara mudó del blanco al verde pasando por una tonalidad de amarillo poco saludable.
- ¡Ay, ay, ay! ¡¡¡El Emilio ya ha vuelto del mundo de los fiambres!!! – vociferamos.
- ¡Riiiing, riiiing!
Todos nos apiñamos, con más miedo que siete viejas, al teléfono para no perdernos ni ripio de las amenazas de muerte del Emilio. Efectivamente, pudimos escuchar claramente la voz cacofónica y llena de interferencias…
- ¡Os encontré! ¡Os voy a matar con mis propias manos! ¡Ahora mismo voy para allá! ¡Id preparando los lomos que os los voy a dejar secos con la garrota!...
Por mucho que nos intrigara conocer los horrores que nos esperaban y por chocante que nos pareciera un resucitado con bastón, ya no pudimos escuchar más. La comunicación se cortó. Tras unos segundos de silencio mortal nos invadió un frenesí demente  por recoger nuestras cosas. En un informe amasijo de maletas, pies, brazos, bolsas, cabezas y cuerpos, bajamos como pudimos las escaleras y nos abalanzamos hacia la puerta al grito de:
- ¡¡¡Que viene el Emilio!!! ¡¡¡Que viene el Emilio!!!

En el mismo momento en el que nos arrojábamos al interior de uno de nuestros coches vimos claramente como la silueta del Emilio se aproximaba por el sendero enarbolando una garrota del tamaño de una catedral. La verdad es que para ser un zombi, corría que se las pelaba. Señal inequívoca de que no nos iba a dejar escapar tan fácilmente.
- ¡¡Trata de arrancarlo, por Dios!! – gritamos con más miedo que Naranjito viendo el anuncio de “zumosol”.
Al mismo tiempo que parecía que íbamos a ser atacados de frente por el Emilio resucitado, divisamos por la retaguardia a “Norman” que se acercaba con un cuchillo más largo que el columpio de Heidi.
Jamás mis amigos y yo escuchamos una música tan celestial como la que emitió el motor del coche cuando arrancó. Dando un derrape que ni el mismísimo Fernando Alonso podría repetir, salimos escopeteados de aquel pueblo maldito infestado de zombis como el Emilio y de dementes como “Norman”, dejando, a nuestro paso, una nube de arena, polvo, chinarros y gritos. Otro rayo iluminó las tinieblas de la noche.


EPÍLOGO

Ramón, dueño de una taberna ubicada frente a la iglesia de un pueblo perdido en las frondosas tierras de España, había servido a unos forasteros una tortilla de patatas y unos calamares. Sin explicación, los forasteros se marcaron un “sinpa” de manual, saliendo al unísono de su establecimiento. Tardó unos segundos en dar con el paradero de los morosos a golpe de teléfono.
Luis, propietario de un modesto hotel rural en el mismo pueblo, estaba tranquilamente pelando unas patatas para el puchero del día siguiente en la recepción. De repente, unos huéspedes bastante raritos que tenía hospedados salieron como alma que lleva el diablo gritando como posesos. Tardó unos segundos en darse cuenta de que los raritos llevaban sus maletas con ellos.
Salió Luis a la calle tras los fugitivos a pedirles lo que era suyo por derecho y, sin comerlo ni beberlo, se vio envuelto en una nube de arena, polvo, chinarros y gritos. Cuando llegó la calma, vio a Ramón que le miraba patidifuso.
- Al final – dijo Luis – estos tíos raritos se han ido sin pagar.
- Ahí se les atraganten los calamares.
Y otro rayo iluminó la noche.





martes, 24 de septiembre de 2013

LA PEQUEÑA FUERZA QUE MUEVE AL MUNDO

            (Nota previa: Os traigo unas nubes, ¡¡como las de los kioskos!! (Receta de Webos Fritos) Las he hecho en varias ocasiones con un éxito fulminante, aplastante y arrollador. Podéis preguntarle a Misanto (o mejor, a mi niño) si no me creéis. Fin de la nota previa)




A menudo los hijos se nos parecen
así nos dan la primera satisfacción (…)
Esos locos bajitos que se incorporan
con los ojos abiertos de par en par,
sin respeto al horario ni a las costumbres
y a los que, por su bien, hay que domesticar.
Serrat dixit.


            Hay una pregunta que  nos reconcome la conciencia desde el mismo momento en que la adquirimos (eludo especificar edad, no es elegante) ¿qué es lo que mueve al mundo? Pues, tras grandes reflexiones cerebrales he llegado a la conclusión que de Galileo, Copérnico, Bacon, Kepler y demás parentela no tenían ni idea.  La verdadera fuerza que mueve nuestro planeta son los niños. Cavilad un poco y descubriréis en qué momento vuestro mundo empieza a girar de manera diferente... ¿Desde cuándo levantarte a las 9 de la mañana te parece el súmmum del ganduleo? ¿Cuándo decides que poner “cualquier cosilla” para comer no es válido porque no es lo suficientemente nutritivo/sano/equilibrado? ¿En qué momento planchar es más apremiante que echar una partidita a la “play”? ¿Cuándo vuelves a quedar con los amigos a las 6 de la tarde? Pues exactamente en el mismo momento en que la crema solar es un indispensable en el bolso veraniego,  hablamos de cacas sin que nos de asco (número, aspecto, color y consistencia) incluso comiendo y el silencio es el bien más preciado...



            El hecho de haberme convertido en madre un buen día no me hace una experta en el mundo infantil, para nada. Soy sobradamente consciente de que muchos de los que me leéis sois madres/padres (en adelante progenitores) de más de un churumbel. Incluso hay algunos que tienen tres. Y chaladas perdidas que, en su día, tuvieron ¡cuatro y cinco! (si, si, suegra y madre, es por vosotras). Pero con mi único hijo y mi capacidad observadora (y la de Mi Santo) he ido recogiendo en mi bagaje vital algunos puntos que me parece interesante compartir. Algunos pueden tomarse como consejos, otros como meras observaciones, otros como obviedades... pero todos tienen un punto en común: son absoluta e indiscutiblemente ciertos. Empezamos:



Punto de mi bagaje vital sobre la infancia Nº 1: Los niños no vienen con un pan bajo el brazo.
Vienen con la maxicosi, el cochecito, la silla de auto, la bañera, la trona, la cuna, la minicuna, la cuna de viaje, el cambiador, diez kilos de ropa, cien kilos de pañales (en limpios, en sucios no he echado la cuenta), y unos cuatrocientos tipos diferentes de cremas, lociones, pomadas, colonias, geles... por no hablar de las quinientas  clases de biberones, tetinas, leches en polvo, cereales sin gluten y “gluteneados”, calienta biberones, chupetes (con cadenitas variadas) y el esterilizador (que merece renglón aparte).
Si los niños vinieran con un pan bajo el brazo sería todo muy sencillo (menos parirlo, claro). Llevarías al niño con un brazo y con el otro el pan. Ya está.



            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia Nº 2: Menos es más.
Este punto está en clara relación con el anterior. Cuanto menor es la edad de la criatura, más trastos hay que acarrear (lease punto Nº 1, no me lo hagan escribir otra vez...).
Pero hay dos hitos en la historia de ser progenitores que celebras con lagrimillas en los ojos de la emoción: El día que no tienes que arrastrar la cuna de viaje allá donde vas y el día que no tienes que llevar pañales. Es como un auténtico soplo de brisa marina, como un vaso de agua fresquita en pleno agosto,  como quitarse los zapatos al llegar a casa (no, mejor, como quitarse unos zapatos dos tallas menos al llegar a casa)...

Nubes bañaditas en chocolate. Muero.


            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia Nº 3: Todos escondemos un pseudo-pediatra en nuestro interior.
Es una habilidad innata que aflora al llevar algún tiempo como progenitor y crece exponencialmente con el tiempo. Pongamos por ejemplo que el bebé se pone a llorar. Entonces el coro de sabios (en el que me incluyo) empieza a sentenciar en el tono seguro que confiere la maestría: “tiene gases, cógelo bocabajo”… “pobrecillo, tiene hambre”… “mírale el pañal, lo mismo está sucio”…
Y si el niño babea un poquillo... “¡huy, huy, huy... este niño está echando los dientes!” ¡huy, huy, huy… este niño está echando los dientes!” “¡Pero si tiene 15 días!” – intentas replicar. “Nada, nada. Está echando los dientes, te lo digo yo” El niño se tira tres o cuatro meses babeando y el sabio `seudo-pediatra diciendo “¡huy, huy, huy... este niño está echando los dientes!” y finalmente, llega la época de la erupción dentaria y aparece el dientecillo... “¿ves? Ya te decía yo que este niño estaba con los dientes”. Nuestro pseudo-pediatra es un ser tempranero a más no poder, no me digas que no.



            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia Nº 4: El esterilizador que merecía renglón aparte.
Antes, nuestras madres ponían de cuando en cuando la olla grande al fuego y ahí hervían los biberones y demás aperos que usaban para alimentarnos. Ahora han inventado... tachán, tachán... ¡¡¡el ESTERILIZADOR!!! ¡¡¡El terror de los gérmenes y las bacterias!!!
Mmmm no logro entender cómo nuestra generación ha sobrevivido con biberones sin esterilizar… Y, francamente, ahora mismo deberíamos estar llevando a nuestras madres un bocata de mortadela con una lima dentro (sin esterilizar, claro) a la cárcel. Por imprudentes.



            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia Nº 5: Alimentando al rapáz.
Cuando tienes un bebé hay que alimentarlo porque, como ya hemos dicho, no vienen con un pan bajo el brazo para que vayan picando si tienen hambre. Por lo tanto te vas a enfrentar a unas cuantas horas de lactancia/biberoneo nocturno. Yo encendía una lamparita chiquitita, lo justo para dar un poquitillo de luz sin desvelar. La ponía en el suelo y me sentaba en el sofá a darle de mamar. En esos momentos de gran silencio y soledad, tienes tiempo de sobras para adentrarte en tu mundo interior con la mirada perdida en el infinito. Pero como eso, en mi caso, me aburre bastante, y jamás he sabido exáctamente cómo se mira al infinito, pues unas veces miraba al niño, otras al techo, otras al suelo... Y ¡oh sorpresa! Ahí encontré a las graaandes compañeras de lactancia nocturna: ¡las pelusas! Y de tanto mirarlas y ver cómo crecían, pues se las va cogiendo cariño. Las mías se llamaban Polvorilla, Malena y Séneca (porque era muy lista y sobrevivió a tres pasadas del aspirador.



            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia nº 6: Los niños no vienen de París.
Quizá cuando nuestro hijo es pequeñito, podemos creer en el mito de que la criaturita ha venido desde el bello París, colgadito de una pulcra sábana en el pico de una grácil cigüeñita suave y algodonosa. Deja pasar tres añitos o así y descubrirás que de grácil cigüeñita nada de nada. En verdad los niños vienen de Ikea (sí, sí, la gran tienda sueca). Prueba a pedirle que se lave los dientes/recoja los juguetes/venga a cenar… verás que el niño es compatriota del rubio de Abba.

            Punto de mi bagaje vital sobre la infancia nº 7: Equipamiento de serie de los bebés.
-          Altímetro infalible: Lo que le permite detectar cualquier diferencia de altura. Si lo estás acunándolo de pié y te sientas, lo notará; si está dormido en tus brazos y lo dejas amorosamente en la cuna, lo notará también. El altímetro infalible viene equipado con alarma sonora en modo “llanto”.
-          Radar de amplio alcance: De esa manera detecta rápida e infaliblemente la presencia de la madre en la habitación aunque no pueda verla. Igual que en el Altímetro infalible, el Radar hace saltar la alarma sonora en modo “llanto” y, a veces, “berrido”.
-          Equipo de escucha ultrasónico: lo cual le permite despertarse de inmediato con el más mínimo ruido que se produzca en la otra punta de la casa e, incluso, en la casa del vecino.
-          Estos tres avances de la ciencia no serían nada sin el último y más importante gadget del que dispone el roro: el amplificador. Por supuesto plenamente equipado con: potenciómetro, surround, ecualizador, subwoofer, overdrive y pedal de wah-wah que el pequeño va usando en función de las ganas (imperiosa necesidad, más bien) que tengan los progenitores de dormir.



Antes de terminar querría presentaros “virtualmente” a mi amiga Lola. Lola es, además de madre de dos hermosos chavalotes, una filósofa de nuestro tiempo y por eso quiero compartir una reflexión que siempre sale de su boca al respecto de la infancia: “Si falla Super Nanny, siempre nos quedará Hermano Mayor

Las dulces manitas de mi niño. Oooh!


           Un abrazo... Dulcemente



sábado, 31 de agosto de 2013

¡NOS VAMOS DE BODA!

            (Nota previa: No me olvido de vosotros ni del blog. De hecho, me reconcome la conciencia publicar tan poco. No tengo tiempo, ¡palabrita del Niño Jesús! Seguro que sabéis disculparme. Gracias.)


Todas estas Cookies son galletas de mantequilla
decoradas con glasa real.
               En unos días nos vamos de boda. Así que anestesiaré a Mi Santo para poder ponerle el traje de las bodas y los zapatos de las bodas (aunque decir “de las bodas” es redundante). Tendré que añadir un poquito más de anestésico para colocarle la corbata (de las bodas), porque empezará a protestar. Y es que, por mucho que se rebele con el tema de la corbata, no cedo ni un ápice. Lo más importante de una boda son las corbatas de los chicos. Si no hay corbatas, ¿qué se pone uno en la cabeza para bailar la conga? Una buena vez me intentó convencer para llevarla enrollada en el bolsillo, pero no. Eso no vale. Y no vale porque cuando uno llega al punto de “me voy a poner la corbata en la cabeza, verás qué risa” no tiene la habilidad suficiente para atar ese nudo marinero que no se menea de su sitio.



            Las bodas no comienzan en el momento en el que la novia entra radiante en la iglesia/juzgado/ayuntamiento recortada a contraluz, noooo. Las bodas comienzan cuando abres el buzón y te encuentras la invitación dentro. Este es un momento frigo-dedo o frigo-pié de manual. O te encanta la idea o la aborreces. En cualquiera de los dos casos, recibir una invitación de boda es lo más parecido a recibir una multa de tráfico. El otro día, escuché a un amigo comentar que había recibido una invitación de boda con un número de cuenta y que les había domiciliado la luz, el agua y el gas. ¡Eso es tener estilo!

            La boda continúa con el momento pánico “¿y qué carajo me pongo?” y lo siguiente es un periplo frenético por conseguir el vestido de boda perfecto. La elección del vestido es cuestión de un capítulo aparte. Solamente diré que se cuenta por ahí que una chica repitió el vestido de la boda de su prima y se autodestruyó.



            ¡Por fin llega el feliz día! En la puerta de la iglesia se va formando un informe grupo relleno de tules… gasas… rasos… tocados… sombreros… tacones… la tía Emilia metamorfoseada en ave del paraíso... Saludos, apretones de manos, besos al aire (no se vaya a estropear el maquillaje)… El protocolo manda esperar en el interior de la iglesia. Pero, seamos sinceros, a nosotros el protocolo nos la trae al pairo. Nosotros esperamos en la calle o, mejor, en el bar, que para eso ha creado Dios un bar enfrente de cada iglesia (y las cañitas fresquitas).

            Finalmente entramos y nos vamos sentando en los bancos. Perfectamente podríamos habernos equivocado de boda porque en verdad, a lo único que estamos atentos es al fotógrafo. ¡Y qué  poder ostentan, oye! ¿No te has dado cuenta de hacemos lo que él nos manda? “La novia, aquí” “Ahora los padres” ”Levanta un poco más la barbilla” ”El grupo de los primos, que se achuchen un poco, ¡que no caben!”. Y allá que vamos, sumisos. Estoy pensando hacerme fotógrafa, a ver si mi niño obedece igual.



Esto de las fotografías y las bodas es algo que me ha hecho reflexionar bastante. Y es que el tema ha evolucionado mucho. Primero están las fotos de boda de las bisabuelas. Son esas fotos en blanco y negro en las que aparece el bisabuelo sentado en una silla, más tieso que el codo de un click de famobil. La bisabuela detrás, con la mano castamente apoyada en su hombro y cara de “a ver qué hago yo con éste ahora”. Luego las modas cambiaron y en el álbum de nuestras madres podremos ver la foto “del espejo”. Frente a esos espejos de madera repujada colocaba el fotógrafo a la novia y ¡zasca!, foto en “to´l” cogote. Esa foto la hacían para economizar. Así sacaban el moño cincelado al occipucio y la cara de la novia del tirón. Ahora llega el fotógrafo a casa de la futura esposa y le dice “¡Hale! ¡A saltar en la cama!” Así, sin anestesia ni nada. Tira una ráfaga de disparos y listo. Original, desde luego...



            Y después, al restaurante. Primero te sirven un “cóctel de bienvenida”. ¿De bienvenida? Pero ¡si los anfitriones no están!. Claro que, los señores del hotel son gente muy fina y no se atreven a decir la verdad, que sería algo así como “vamos a echarles alpiste a esta panda para entretenerles mientras esperan a los novios”. Porque, claro, los novios están con el fotógrafo haciéndose fotos “arrumacados” entre frondosos árboles verdes... bueno, eso antes, ahora el novio estará con las perneras arremangadas, metiendo los pies en un río y haciendo como que pesca, para tener unas fotos al nivel de las de la novia saltando en la cama...



            Luego te pasan al salón para la cena propiamente dicha. Y ya sabemos todos lo que nos vamos a encontrar. Una cartulina en color crema, escrita en cursiva, que pareciera que la ha redactado el mismísimo Miguel de Cervantes con el menú que vamos a paladear. Por ejemplo:
-         Tournedo de ternera sobre lecho de reducción de Pedro Ximénez y verduras salteadas.
-          Lubina del Cantábrico sobre lecho de tomates confitados y crujiente de jamón.
-          Lomo de cerdo ibérico relleno de frutos secos sobre lecho de patatas panaderas.
-          Merluza crujiente sobre lecho templado de brotes de soja tiernos y boletus edulis.

Yo no me explico un par de puntos. Primero; ¿porqué tienen que poner los nombres tan intrincados? Jolín, que una vez ponía en el menú “delicia de cerdo crujiente sobre lecho de patata en crema” y resultó ser una salchicha de frankfurt enrollada en bacon con puré de patata de sobre. Seamos sinceros, todos nos hemos criado con triangulitos de mortadela con aceitunas y tranchete, no con “bocadito de fiambre y queso fundido con frutos del olivo” Y segundo: ¿porqué todo va “sobre un lecho”? Que te dan ¿comida cansada?

            Y otra cosa que me aturde mogollón cuando estoy en la cena o comida de una boda: los camareros-espía. Un camarero-espía es ese que está ahí en silencio, vigilando, con las manos a la espalda, quietecito, quietecito, que me dan ganas de echarle una moneda para que cambie de postura, el pobre. Parece que no hace nada, pero siento su mirada clavada en mi cogote... y no sé cómo actuar. Y cómo no sé qué hacer, pues bebo un sorbito. El camarero-espía detecta mi sutil moviento y... ¡Zasca! Rellena mi copa. “¡Caray, que susto!” – pienso. Y bebo otra vez para reponerme y ¡zasca! la rellena de nuevo. Y me pongo nerviosa y bebo otro poquito y ¡zasca! llena otra vez. Y como no quiero hacerle el feo al solícito camarero, pues otro trago “pa´l” gaznate y ¡zasca!, ¡zasca!, ¡zasca!. En resumen: A la próxima boda que vaya, mejor intentaré echarle una monedita al camarero-espía para que cambie de postura porque estoy hasta las narices de salir del comedor a gatas.



            Y, por fin, llega el momento que más me gusta de las bodas: el baile. Me encanta porque no he encontrado a ninguna pareja de novios que sepan bailar el vals. Y, evidentemente, me parto. Ahí les tienes a los dos (un, dos, tres; un dos, tres) intentado no perder el paso (un, dos, tres; un, dos, tres) dando vueltas y vueltas (un, dos, tres; un, dos, tres) sin conseguirlo. Hay novios que dicen “nosotros pasamos de vals, queremos abrir el baile con “los pajaritos” (por ejemplo). Pues el pincha te pondrá “los pajaritos” pero luego, os endosará un vals como la copa de un pino. Garantizado.


Cuando termina el momento vals, empieza el momento de los “pasodobles”. Y llamo “pasodobles” a cualquier danza que se baile emparejado. Da igual que no tengas ni pajolera idea de hacerlo. Basta con agarrarse a la pareja de turno, estirar el brazo y moverlo arriba y abajo como si sacaras agua de un pozo. Puede ser que no te apetezca nada bailar con el Tío Basilio (porque los “pasodobles” se bailan con los tíos, de toda la vida), y, claro, no queda bonito decirle “Tío Basilio, estoy entre “me la refanfinfla” y “me da morcilla” bailar contigo”. Pero yo tengo un remedio eficaz 100%: ponte la corbata de “Tusanto” en la cabeza. Una chica con corbata en la cabeza no es apta para bailar “pasodobles” con el Tío Basilio ni de coña marinera.



En todo caso, lo mejor de una boda es que sea la tuya. Porque mola encontrar a “Tusanto” (o “Tusanta”). Porque mola descubrir que quieres estar con él (o ella) a las duras y a las maduras. Porque mola decirlo en público para que todos se cosquen (que es, en definitiva lo que significa casarse).

Un abrazo... Dulcemente.


(Nota final: Este post va dedicado, con mucho cariño, a María Gra, ESTUPENDA cómplice de tantas gansadas perpetradas en nuestra tierna adolescencia, porque ha encontrado a “Susanto” y ha decidido enviarme una multa de tráfico. ¡¡Enhorabuena, ficha amarilla!!)