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sábado, 19 de octubre de 2013

UNA HISTORIA DE MIEDO


            Queridos amigos en la virtualidad. Llega “jalogüin” otra vez. Y en esta ocasión quiero contaros una historia no apta para pusilánimes que os pondrá los pelos de punta. No voy a usar los nombres de mis amigos, a fin de preservar su identidad, pero, todos fuimos protagonistas, como Misanto y yo, de este laxante acontecido que os voy a relatar.

Galleta de mantequilla decorada con glasa real

            Se avecinaba una noche oscura como el sobaco de un grillo (y era una noche oscura porque una historia terrorífica como ésta no da miedote si sucede a pleno sol) Misanto y yo nos dirigíamos en nuestro coche a un hotelito rural para pasar un entretenido y bucólico fin de semana con mis amigas y sus respectivos santos. Iba conduciendo yo, con lo que ya deberíais tener una buena dosis de terror en vuestras venas. Espesas nubes empezaban a encapotar el cielo crepuscular.

Llegamos a nuestro destino. Tras los besos y saludos variados que nos repartimos, nos dirigimos a lo que creíamos iba a ser un coqueto hotelito. Pero no. Recortado a contraluz, sobre una pequeña loma, se erigía una casa de aspecto lóbrego e inquietante. Se alzaba, en el lado derecho, un sórdido torreón y, a la izquierda, un árbol retorcido y más seco que un bocata de tizas. Una verja negra, como de camposanto, rodeaba el perímetro del hotel.
- “Ññññiiiii” – exclamó amenazadoramente la verja al abrirla.
- “Ññññiiii” – se quejó la puerta de entrada al empujarla.
- “Uhhh” “Uhhh” – ululó un búho en la oscuridad.

Un poco acojonados, entramos en la casa. En la recepción, nos esperaba un hombre moreno y delgado con un inquietante parecido físico a Norman Bates (el de “Psicosis”). Qué queréis que os diga, a mí, al verle, ya me temblaban las canillas. Con voz profunda, grave, como de ultratumba, nos dijo: “si me permiten sus DNI para el registro, por favor…” ¡Ni el mismísimo Conde Drácula hablaría con semejante tono de voz, educación y parsimonia! Todos nos quedamos petrificados. A punto estuve de agarrar la maleta y volver por donde había venido cuando “Norman” repitió:
- ¡A ver!, los “deneisesp´hacer la ficha, ¡que no tengo todo el día!
Lo que es  la sugestión, ¡Santo Dios!

Mientras rellenaba los formularios, un silencio sepulcral nos rodeaba. Uno miraba al otro, el otro miraba a aquél, aquél se balanceaba, como el elefante en la tela de una araña, ora sobre un pie, ora sobre el otro. Por mi parte, miraba con detenimiento las telarañas que festoneaban la lámpara del techo de los tiempos de Luis XVI (las telarañas digo, no la lámpara). Cualquier cosa con tal de no mirar a “Norman”, que seguía concentrado garabateando los papeles. Entonces ocurrió. Un grito. Que digo grito. ¡EL grito!, “peazo” de grito, la madre de todos los gritos, desgarró el aire.
- ¡¡¡¡AAAAAHHHHH!!!! – salió de la garganta de uno de nosotros.
Ipso facto, se helaron los litros de sangre de todos en las venas de cada cual.
- ¿Lo qué te pasa, muchacho? – pregunto “Norman”.

Por toda respuesta, mi amigo extendió su mano, que con el temblor que tenía, señalaba, al mismo tiempo, la puerta de entrada, la escalera, una puertecita donde ponía “privado” y un pasillo. Finalmente, todos dimos con la causa de su agónico lamento. Por el angosto y oscuro pasillo vimos cómo se aproximaba a nosotros una siniestra figura, ancha, de cabeza grande. Caminaba torcida, despacio, como evocando a la muerte que, sin lugar a dudas, caería sobre nosotros más pronto que tarde.
- ¡¡¡¡AAAAHHHHH!!!! – gritamos todos a una, como en Fuenteovejuna.
- ¡¡¡Un zombi!!! – gritó otro.
- ¡¡¡No me muerdas con tus afilados dientes, por el amor de Dios!!!
- ¡¡¡Los que muerden son los dráculas, no los zombis, pánfilo!!!
- ¡¡¡Que no, que los zombis también muerden!!!¡¡¡que lo he visto en Walking dead!!!
- ¡¡¡Los hombres-lobo también muerden!!!
- Vale, todos muerden. ¡¡¡Pero, no me muerdas a mí!!!
- ¡¡¡El Tío Camuñas!!! ¡¡¡Es el Tío Camuñas!!!
- ¡¡¡QUEREIS CALLARSUS YA, PEAZO GAZNÁPIROS!!! – este era “Norman”.
Se hizo el silencio más sepulcral que yo he oído nunca.
- ¿No veis que es mi papa? – continuó diciendo.


Efectivamente, la terrorífica sombra era la de un abuelete cándido, cojo y, a todas luces, sordo como un gato de escayola, ya que siguió caminando, sin inmutarse por nuestros gritos, cojeando y apoyado en su andador. “Norman” nos miraba con pinta de tener ganas de embutirnos en una camisa de fuerza. Meneó la cabeza, nos devolvió los carnés y nos dijo:
- Darse una vueltecita por el pueblo, a ver si sus despejáis la mollera un poco. Pero… yo que vosotros, no m´arrimaba al río esta noche.
- ¡No me digas que hay un monstruo terrorífico en sus aguas! – dijo uno.
- ¡Ay mi madre! El fantasma de una muchacha ahogada en extrañas circunstancias vaga por allí ansiosa de llevarse con ella a los desventurados que osan pasear durante la noche por la orilla del río ¿verdad? – aventuró otro.
- Porque  hace un ris que corta el pis – dijo Norman con pinta de estar un poco harto de nosotros. – Luego sus cogéis un enfriamiento y no me quedan “fernandoles” pa darsus.


Un poco abochornados, agarramos nuestros equipajes y subimos por la estrecha y crujiente escalera sin decir ni . Ocupamos nuestras habitaciones, en número de dos, una de chicas y otra de chicos, por el tema de economizar. Estuvimos todos de acuerdo en que tomar un poco el aire fresco nos sentaría de perlas, y no digamos si, a la par tomamos también, una tortilla de patatas.

Salimos a la calle. Efectivamente, el grajo iba esa noche raspando sus partes pudendas por el suelo, como había predicho “Norman”, cosa por otra parte normal, ya que estábamos en noviembre. Nos dirigimos hacia la iglesia, orientados por su torre. No era por curiosidad por la arquitectura local ni por búsqueda de consuelo espiritual, cosa que, por otra parte, nos hubiera venido muy bien a todos, y, de paso, pedirle al cura que nos administrara el 5º sacramento por lo que pudiera pasar. Como digo, nos dirigimos hacia la iglesia para poder cenar algo en el bar que, invariablemente, hay enfrente. Una luz mortecina iluminaba el local lleno de parroquianos. Nos pedimos una tortilla de patatas y una ración de calamares a la romana.


Una vez hubimos dado buena cuenta de nuestra opípara cena, nos sumergimos en la idiosincrasia de las gentes acodadas en la barra o, lo que es lo mismo, cotillear.
- Paice que esta noche va a jarrear de lo lindo – dijo uno bajito.
- Si, eso parece – apostilló otro que llevaba una cachava.
- Sólo espero que no sea como la tormenta del 63 – intervino un abuelillo arrugado como una pasa.
- ¡Esa sí que fue buena! ¡La de muertos que salieron de sus tumbas! – replicó el de la cachava.
- Me paice que lo menos treinta -  dijo el bajito – ¡Y al Emilio lo encontraron p´allá,  en las tierras de la Engracia.
- ¡Lo que le tocó bregar al enterrador después pá volver a meter a los difuntos en sus hoyos! – atestiguó el abuelillo.
- ¿Y quién era el enterrador? ¿El Paco?
- ¡No, hombre! En esos entonces era el Mariano, el de la Chata


Los parroquianos siguieron con su cháchara, pero nosotros no podíamos prestar más atención que a los escalofríos que recorrían nuestras sendas columnas vertebrales, desde el occipucio hasta donde la espalda pierde su casto nombre y viceversa. ¡Resulta que en ese pueblo, en noches de tormenta, los muertos salían de sus sepulturas! Y no contentos con pasearse por las calles amedrentando, esquilmando y cometiendo sabe Dios cuántas fechorías, ¡se iban hasta las tierras de la Engracia (donde quiera que estuviesen)! Aún no estábamos repuestos de la impresión cuando un rayo, seguido de  un trueno portentoso, hizo que se nos salieran los corazones por la boca y los lleváramos arrebujados en el puño mientras salíamos a trompicones del bar y, en alborotada carrera, llegamos al hotel y nos guarecimos en una de nuestras habitaciones.
- Yo no sé vosotros, pero yo paso de encontrarme al Emilio redivivo, ni por las tierras  de la Engracia ni por ningún lado – dijo uno.
Todos suscribimos bastante al unísono y unánimemente. Cuando habíamos decidido suspender nuestro fin de semana entretenido y bucólico y tomar las de Villadiego un rayo nos cegó, un trueno nos dejó sordos, y el espanto nos volvió mudos. De repente…
- ¡Riiiing, riiiing!  - sonó el teléfono de la habitación.
- ¿Dígame? – contestó descolgando uno de nosotros.
- ¡Vais a morir todos! – pudimos escuchar muy bajito por el auricular.


Al momento, mi amigo colgó el teléfono como si quemara y su cara mudó del blanco al verde pasando por una tonalidad de amarillo poco saludable.
- ¡Ay, ay, ay! ¡¡¡El Emilio ya ha vuelto del mundo de los fiambres!!! – vociferamos.
- ¡Riiiing, riiiing!
Todos nos apiñamos, con más miedo que siete viejas, al teléfono para no perdernos ni ripio de las amenazas de muerte del Emilio. Efectivamente, pudimos escuchar claramente la voz cacofónica y llena de interferencias…
- ¡Os encontré! ¡Os voy a matar con mis propias manos! ¡Ahora mismo voy para allá! ¡Id preparando los lomos que os los voy a dejar secos con la garrota!...
Por mucho que nos intrigara conocer los horrores que nos esperaban y por chocante que nos pareciera un resucitado con bastón, ya no pudimos escuchar más. La comunicación se cortó. Tras unos segundos de silencio mortal nos invadió un frenesí demente  por recoger nuestras cosas. En un informe amasijo de maletas, pies, brazos, bolsas, cabezas y cuerpos, bajamos como pudimos las escaleras y nos abalanzamos hacia la puerta al grito de:
- ¡¡¡Que viene el Emilio!!! ¡¡¡Que viene el Emilio!!!

En el mismo momento en el que nos arrojábamos al interior de uno de nuestros coches vimos claramente como la silueta del Emilio se aproximaba por el sendero enarbolando una garrota del tamaño de una catedral. La verdad es que para ser un zombi, corría que se las pelaba. Señal inequívoca de que no nos iba a dejar escapar tan fácilmente.
- ¡¡Trata de arrancarlo, por Dios!! – gritamos con más miedo que Naranjito viendo el anuncio de “zumosol”.
Al mismo tiempo que parecía que íbamos a ser atacados de frente por el Emilio resucitado, divisamos por la retaguardia a “Norman” que se acercaba con un cuchillo más largo que el columpio de Heidi.
Jamás mis amigos y yo escuchamos una música tan celestial como la que emitió el motor del coche cuando arrancó. Dando un derrape que ni el mismísimo Fernando Alonso podría repetir, salimos escopeteados de aquel pueblo maldito infestado de zombis como el Emilio y de dementes como “Norman”, dejando, a nuestro paso, una nube de arena, polvo, chinarros y gritos. Otro rayo iluminó las tinieblas de la noche.


EPÍLOGO

Ramón, dueño de una taberna ubicada frente a la iglesia de un pueblo perdido en las frondosas tierras de España, había servido a unos forasteros una tortilla de patatas y unos calamares. Sin explicación, los forasteros se marcaron un “sinpa” de manual, saliendo al unísono de su establecimiento. Tardó unos segundos en dar con el paradero de los morosos a golpe de teléfono.
Luis, propietario de un modesto hotel rural en el mismo pueblo, estaba tranquilamente pelando unas patatas para el puchero del día siguiente en la recepción. De repente, unos huéspedes bastante raritos que tenía hospedados salieron como alma que lleva el diablo gritando como posesos. Tardó unos segundos en darse cuenta de que los raritos llevaban sus maletas con ellos.
Salió Luis a la calle tras los fugitivos a pedirles lo que era suyo por derecho y, sin comerlo ni beberlo, se vio envuelto en una nube de arena, polvo, chinarros y gritos. Cuando llegó la calma, vio a Ramón que le miraba patidifuso.
- Al final – dijo Luis – estos tíos raritos se han ido sin pagar.
- Ahí se les atraganten los calamares.
Y otro rayo iluminó la noche.